La
fuerza de cualquier sistema democrático reside, como refiere la
etimología del término, en el pueblo. Ni en los gobernantes ni en la
clase política ni en las instituciones ni en los poderes fácticos. En el
pueblo soberano.
Los
ruidos de sables entonan sus primeros compases a medida que el
estrépito independentista de algunos iluminados mangantes hace acto de
acústica y visual presencia. Me echo a temblar cuando se colocan bafles
junto al micrófono de los alborotadores de un signo u otro. Resultan tan
ridículos, pero mil veces más peligrosos y manipuladores, que las risas
enlatadas que abren en algunas series televisivas con guiones
dudosamente graciosos. Se incita a la carcajada o a la horcajada según
la predisposición sea hacia uno u otro flanco de la guerra mediática.
Ya
sé lo que la Constitución establece sobre la unidad de España. Del
mismo modo que está claro el papel del ejército en nuestra Lex Suprema.
Los ruidos de sables se acuñaron como expresión en el Chile del primer
cuarto del pasado siglo. La horma lingüística hizo fortuna y la clase
periodística, sobre todo, como los historiadores en gran número, se
apuntaron a esa fórmula dialéctica. El golpismo forma parte de la
política española desde tiempos muy pretéritos. Los resistentes a las
libertades suelen amparar sus malas artes en la violencia de los
espadones. La praxis no puede ser más nefasta.
Si
los catalanistas perpetran su voluntad de romper España, acúdase a las
leyes. Leyes que emanan de la voluntad popular. Basta con que los
juristas asesoren al Gobierno sobre cómo reducir a los secesionistas sin
derramar una gota de sangre, sin crispar los ánimos de nadie, sin
violentar a las masas y sin atrincherarse en los vicios probados de
nuestra historia.
Imperio
de la ley. Unidad indisoluble de España. Parlamento. Democracia. Ni
ejército ni narices. Ni ruido de sables ni concierto de campanitas. Ni
miedos ni osadías. El precio de la paz se abona en moneda de uso legal.
En billetes de diálogo y en talones al portador de firmeza y de respeto.
Nadie
caiga en la trampa de las fuerzas armadas. Los mejores destructores de
la mentira y de la falacia son las normas que obligan y los tribunales
que hacen cumplir las obligaciones. A partir de ahí, más de lo mismo.
Una y otra vez. Hasta que se enteren de que las consultas al pueblo se
refieren al pueblo. Al pueblo de España, del que los catalanes forman
una parte inseparable.
Ya digo, que no caigan en la trampa.
Un saludo.
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