Comentaba
días atrás con mi mujer, mientras disfrutábamos del café mediamañanero
de todos los días, lo difícil que resulta hacerse entender cuando
emisores y receptores utilizamos distintos canales o cuando la
comunicación interpersonal es, en realidad, un soliloquio deformante con
las paredes de tu propio interlocutor. Nada que hacer si no encendemos
nuestra radiofrecuencia o si cambiamos constantemente de sintonía en un
alarde paranoico de zapping auditivo.
En
el mundo de las imágenes, de las redes sociales, de los efímeros
trending topics y de las banalidades más glamourosas, no escuchamos ni
leemos ni sentimos más allá de nuestra propia inconsistencia moral.
Ventilamos los problemas con la ansiedad con que el enterrado vivo se
apresta a salir de su túmulo fallido. No hay asiento para la reflexión
sesuda o para el análisis sereno. La ética se escurre por el
alcantarillado de las cajas tontas de plasma y alta definición. Es
imposible mantener un mensaje de esperanza fuera de los cauces
señalados por las más burdas formas televisivas. Griterío, descortesía,
ofensas, ultrajes y otras despreciables fórmulas de expresión se
imponen. Fuera de ellas, todo es desafuero y la sangre no circula.
Lastimoso.
Leía
días atrás la noticia de que un okupa había requerido la intervención
de la policía para que la fuerza pública desalojara de inmediato, por
las buenas o por las malas, a un indigente que, a su vez, había okupado
la vivienda. Sólo quería guarecerme del frio y de la lluvia, se excusaba
el poseedor ocasional ante la insensible acusación del coyuntural
detentador de la casa. A la calle, exigía el primero, escandalizado por
la poca vergüenza del mendigo que se atrevía a entrar en sus lares. Cuál
fuera la respuesta de la policía se me escapa porque la noticia se
reducía a la anécdota del hecho.
Ocurre
lo mismo con quienes esgrimen la necesidad de una democracia real. Qué
democracia es esa. La democracia carece de adjetivos. Se predica con
verbos. Con adjetivos, no. La muerte es la ausencia de vida. Otra cosa
es que nos llegue súbita, dulce, dolorosa o prolongada. El embarazo
mantiene su nombre hasta que se produce el parto. La democracia es un
sistema que funciona mejor o peor, de manera vergonzante o con estigmas
dictatoriales. Su esencia se ciñe a la teoría. Su existencia comulga con
la práctica. Si es un disfraz, no oculta la dictadura del cuerpo.
La
vida de la democracia se agota en su praxis. Ya sea en el núcleo
familiar, ya en la comunidad de vecinos, en la asamblea del barrio o en
el territorio de la aldea más despoblada. En todos sus ámbitos de
aplicación, la democracia es la misma. Lo que no quiere decir que las
personas no intentemos exigir actitudes y aptitudes democráticas allí
donde no se perjudiquen nuestros intereses particulares. No conozco
colectivo alguno en el que los más furibundos defensores de la
democracia se salten las reglas del juego si tienen que pagar una nueva
derrama, si hay que colocar una rampa para el minusválido del primero o
negarse a abonar los gastos del ascensor porque habita la planta baja.
A
la postre estos demócratas de juerga y de huelga se reúnen en la puerta
del sol o en la plaza del pueblo exhibiendo banderas y pancartas en las
que reclaman democracia ya. Son, en suma, como el okupa que se niega a
compartir techo con otro de su condición. Es el egoísmo en clave de
penosa insolidaridad. Es el comunista que colectiviza todos los bienes
que él no posee y rechaza que su motocicleta entre a formar parte del
lote de la comunidad. Porque es suya, oiga, porque es suya.
Malditas sean la falta de coherencia y la pérdida de humanidad de nuestros días. Malditas.
Un saludo.