Cuesta
trabajo aceptarlo. La maldad y el sufrimiento son malos enemigos de
vida. Hay que aprender a vivir con ellos. Pero cuesta. Sobre todo
cuando, a escasos metros, la bondad y la alegría te miran seductores. La
mentira y la manipulación son más potentes cuanto más groseras. Y más
irritantes cuanto menos a nuestro alcance disponemos de instrumentos
para aniquilarlas.
El
hachazo. El Psoe de Huelva lanza a la ciudad la imagen del hachazo.
Hachazo del PP a la inversión en nuestra provincia. Sus dirigentes
actúan como aquellos violadores que embarazan a sus víctimas y culpan
del delito a los “josés” que se casan con ellas. Magos del arte de
embaucar, reyes de la ciencia de engañar. El perfil antisocial del
zapaterismo más atroz se traspasa, porque sí, al partido que alcanzó la
mayoría absoluta en las elecciones generales. Taimados los
transferidores. Ingenuos los transferidos.
El
hachazo no lo propina Rajoy a los presupuestos. La cuchilla la aplica
Rubalcaba a la memoria de los españoles. En materia de fomento, el
expresidente dispuso de ocho años para construir las conexiones de la
autopista a Portugal y nunca las llevó a cabo. Del mismo modo, pudo
levantar uno solo de los tres puentes que prometió el padrino Chaves y
el proyecto se quedó en la quimera de una larga noche de pesadillas. El
problema de la calefacción en los centros de enseñanza traía causa de
la señora Elena Salgado. El desfalco a los fondos públicos tuvo en el
psoecialismo más sanguinario su patio de armas. El bajonazo de la bolsa y
el cohete de la deuda son pecados originales de la incompetencia
maligna del gabinete zapatari. Los pasos decididos hacia el separatismo
de País Vasco y de Cataluña fueron cubiertos por los amigotes de
Eguiguren y del tripartito al que la señora Chacón se acercaba
carnalmente. Los hachazos han sido tan violentos como violentadores. El
protagonista no fue el PP. Sí el PSOE.
Las
elecciones de noviembre de dos mil once fueron especialmente
aleccionadoras. El pueblo español optó, a la vista de los desmanes y
ante la presión de los corruptos, por conceder a los populares el
gobierno del país. Los españoles votamos en libertad y con pleno
conocimiento de la emergencia que nos acuciaba. El PP ganó no ya por los
méritos de su programa sino por la repulsa que el pueblo manifestaba
hacia el consejo de ministros más indecente que ha conocido el sistema
democrático. La crisis y la recesión estaban anclados en nuestro país
con tal fuerza que la piel de toro no es que basculara hacia el
Atlántico, es que se empinaba como un tobogán hacia las aguas oceánicas.
Los
historiadores saben que los gobernantes utilizan las causas que les
auparon al poder para refrescar las meninges de los ciudadanos, siempre
proclives al olvido rápido. Entre los motivos que se esgrimen para
avivar recuerdos, los más elementales son mostrar con todo lujo de
detalles el escenario devastado que dejaron los perdedores. Mostrarlos
una y otra vez hasta que la sien colectiva aprehenda como presente
histórico lo que fue pasado próximo. Asumido el axioma, el PP prescinde
de los historiadores y se arroja en brazos de sociólogos de fin de
semana. Para qué atizar memorias, dicen los gurús tipo arriola. Para no
morir de impotencia. Aunque sea únicamente para advertir que la lucha no
fue en vano. Para sentirse vivos y manifestarse rebeldes contra las
injusticias.
El
PP ganó las elecciones generales. A él corresponde trasladar a los
ciudadanos que los recortes económicos no son plato de gusto para Rajoy.
Que los recortes son torniquetes imprescindibles para frenar la
hemorragia de golfería provocada por los de Zapatero. Que los recortes
exigen después vendajes para ir saneando las múltiples heridas. Que los
recortes del PP son la consecuencia ineludible de los hachazos
perpetrados por el PSOE. Que se recorta a fin de no amputar. Y que si
para ello el pueblo ha de padecer un par de años, al menos tendrá la
satisfacción de haber contribuido a conservar todos los órganos de su
golpeado cuerpo social, económico y territorial.
Hachazo, con mala leche, el del Psoe. De ahí los recortes del Pp. Pero, más que decirlo, hay que proclamarlo.
Un saludo.
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