De
Borbón. Ojo. El apellido lo dice todo y todo determina. No se trata de
un hombre pegado a la quevediana nariz. Nos referimos a un rey que ha
firmado un contrato de adhesión al Borbón paterno y una cláusula de
apego al Borbón materno. Borbón y Borbón. Por si cabía duda.
En
este país de creadores de ídolos, el deporte nacional viene marcado por
la envidia. De ahí el éxito de los iconoclastas en la tierra más
barroca del mundo. Cómo si no el barroco extiende su manto entre mujeres
lacrimosas, hombres fornidos, aires de azahar e incienso y música de
festivales. En este contexto borbónico, la figura más deseada es la del
monarca. Desde lo del elefante de Botsuana, los rifles de repetición
tienen al rey en la mira de sus visores. Censuran al Jefe del Estado los
gestos que los críticos de hoy ampararon y silenciaron ayer. Diabluras.
Borbonadas.
Aquí
todo el mundo tiene derecho a aconsejar. Don Juan Carlos tiene tantos
amigos como enemigos acapara el que suscribe. Un montón. La originalidad
radica en la percepción de confianza y de hostilidad que se asume con
respecto a unos y otros. Por decenas se cuentan los asesores y
consejeros del rey. Muchos más de los que tenía su padre el conde de
Barcelona. Que don Juan Carlos les hace caso omiso, no es la primera
vez. La desobediencia del pupilo se tolera menos cuanto más viejo se
hace. No se perdona igual las barrabasadas del joven que las chocheras
del mayor. Sobre todo si estas boutades comportan actitudes de calavera
senil que humillan a la consorte regia y, por extensión, a la
institución de la Corona.
No
se pretende tapar desmanes, sino impedir que actividades personales de
la esfera privada invadan el ámbito público de los cotilleos más
barriobajeros. Si la intención primaria es cazar al rey, la voluntad es
desestabilizar a la Corona y, desde esa plataforma, deslegitimar la
Constitución. Al final del trayecto, el autobús se detendrá en la parada
tricolor de la República.
Existen
muchas razones para defender el régimen monárquico o el republicano.
Los partidarios de uno u otro son libres de mostrar sus argumentos más
viscerales. En cambio, una sola razón me alcanza para satisfacer mis
ansias ciudadanas. Esa razón se nombra sistema y se apellida
democrático. Y la democracia se asienta en bases legales. Si faltan
éstas, digan conmigo: grupos fascistas agitan banderas piratas de
regímenes legítimos para pervertir la esencia del único sistema que, con
todas sus imperfecciones, garantiza la fuerza del pueblo: la
democracia.
Juzguen
a Juan Carlos I por su actitud y su respeto al imperio de la ley.
Reconduzcan las desviaciones personales del monarca en cuanto a
amistades, periplos, negocios y urdangarinatos. Sin embargo, lo que no
es de recibo es que el Estado español supedite su Jefatura a dimes y
diretes de unos cuantos interesados en dinamitar la Carta Magna de un
país cansado de gentuza que, con tal de soliviantar la paz y el diálogo,
te pegan tres balazos entre el pecho de la Constitución y la espalda de
las leyes. Y eso, no.
Sigo apostando por D. Juan Carlos I. Las zarzas, lejos. Los “secondat”, también.
Un saludo.
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