La
libertad religiosa pasa por la facultad y el derecho de apostatar. El
que abjura de su fe encuentra en su renuncia las raíces de su fortaleza.
Fe, esperanza y caridad conforman las tres virtudes teologales de la
Iglesia católica. Lo que pasa es que uno se pregunta si la apostasía
supone el primer paso para dejar de lado las virtudes compañeras. Y ahí
nacen mis dudas. Pensemos que buena fe significa rectitud y honradez. Y
que la fidelidad no es sino lealtad, esto es, cumplimiento de lo que
exigen las leyes o, cuanto menos, de lo que reclama el valor de la
palabra.
Si
el mundo peca de origen, lo hace a través de la soberbia. La soberbia
se alimenta del ego y el yo se erige en fuente de todos los males, desde
la envidia a la vanidad y desde la razón laicista a la sensiblería
religiosa. El culto a la persona es la manifestación más diabólica del
antropocentrismo entendido como necesidad de que todo gire en torno a un
hombre. A un solo hombre. Así nacen los iluminados, los apóstoles de la
modernidad fashion y los profetas de las andanzas de uno mismo. De ahí a
la autolatría, un milímetro de gloria.
No
es lícito que a nadie se le obligue a abrazar la fe católica contra su
propia conciencia. No lo es tampoco que el que un día se vinculó a ella,
por las razones que fueren, deba estar ligado a ese derecho por los
siglos de los siglos. La voluntad de renuncia no puede ser puesta en
cuestión. En consecuencia, el apóstata tiene todo el derecho del mundo a
ejercer su decisión de cambio e incluso a combatir inmovilismos
estúpidos.
Lo
que uno considera preocupante es el proselitismo de la apostasía.
Quienes así se postulan suelen agregar a su título de vanagloria
continuada y a su condecoración de inseguridad emocional extrema, el
diploma de jefe militante de un ejército en guerra contra sus propias
ideas, sus propias convicciones y sus propios miedos. No se quiere
apostatar en soledad y se acude al refugio de las bandas. En cualquier
caso, más terrible resulta el que, entre los que abjuran de su religión,
los más beligerantes sean aquellos que nunca se unieron a ella por rito
o sacramento alguno, ni siquiera heredado de sus familias.
Para
renunciar a algo, hay que poseerlo. En caso contrario, el psicoanálisis
invita a comenzar una terapia de reflexión personal antes de someterse
al diagnóstico del especialista. Uno no puede apostatar se su fe
cristiana porque, aun estando bautizado, nunca la tuvo o si alguna vez
prendió en mí, el lazo se rompió hace años. Por tanto, no puedo
renunciar a lo que perdí ni quiero combatir el don que une a millones de
personas con su religión. Acaso no necesite esa suerte de fidelidad
religiosa, pero sí me vinculo al derecho de todos a vivir la
espiritualidad como les dé la gana.
La apostasís como soberbia es una enfermedad. Cuidado con ella. Los síntomas se perciben desde lejos. Altaneros.
Un saludo.
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