Algunos
opinan que el problema del independentismo catalán no es tal. Simple
polémica que se aplaca con unas buenas bolsas de euros y una pizca de
ojitos, dicen. Que lo de la inmersión lingüística es una estrategia de
distracción infantil. Que la realidad de aquella tierra se agota en la
infertilidad de sus frustraciones seculares. Y digo yo que quienes así
se conducen, se equivocan. O nos toman por tontos o se sitúan en la
banda estrecha de la sintonía secesionista. O son infiltrados de la
prensa separadora o forman parte del conglomerado de zapadores del
Estado español.
Una
nación comienza a definirse por su lengua. Lengua única y exclusiva.
Lengua que no se comparte ni cede un miligramo de soberanía a otra con
la que compite. Idiomas, sí. Lengua, una. Los políticos catalanoides de
copia y pega conocen bien la lección del poder y del conocimiento.
Lingua imperium est, que decía Nebrija adaptando a Sócrates. He ahí la
cuestión. Cataluña integrará España mientras el castellano asome sus
reales por el nordeste peninsular. La política de inmersión lingüística
es, en consecuencia,la acción de introducir a todo quisque en el
conocimiento de la lengua catalana. Por las buenas o por las peores. A
partir de hechos consumados y por encima de leyes y resoluciones
judiciales. El camino hacia la ruptura pasa por el atajo tribal de la
lengua excluyente.
Los
nacionalismos del siglo XXI conforman un cáncer extendido allá donde ha
aflorado el mal. Dos centurias antes, tenían un pase, mitad romántico,
mitad ingenuo. En nuestros días, no. Los nacionalismos actuales son
cornadas en la femoral del paneuropeísmo. Una sangría imparable que
produce la muerte del cuerpo político y del organismo social. Un agujero
inmenso en el calcetín de la economía. En Cataluña lo saben, no crean.
Lo saben pero prosiguen con su actividad de tierra quemada.
Los
ataques a Wert por su mensaje de españolizar a los catalanes, se
entienden en la propia impericia y en la escasa habilidad dialéctica del
ministro que, sociólogo, se ha estrellado contra la base de su oficio
profesional. Sin embargo, la ofensiva contra este ministro por su
decidido empeño en hacer que se cumpla la ley, se incardina en la
voluntad infame de los separatistas de extinguir el castellano de España
y en quemar en la pira de una identidad indiscutible la esencia del
estado integrador.
El ministro Wert no discute la política de inmersión en el catalán. Ni
mucho menos. Lo que el ministro Wert rechaza es que se imponga una
política de sumersión. Y qué es eso. Muy sencillo. La sumersión consiste
en meter algo debajo de un líquido, en abismar, en hundir. Hundir la
lengua castellana. Repito: ahogar el castellano en ese territorio de
España. Con miras a erradicar del terruño patrio, sí patrio, todo lo que
huela a Castilla. Será a España, me corrigen. No, subrayo. Si el
catalán fuera la lengua oficial de España, el español, en vez de serlo
el castellano, otro gallo cantaría. En el gallinero catalanista, matan
al gallo castellano. Para gallo, el catalán.
Y
así estamos. Pendientes de la daga asesina de una España que se debate
entre la estupidez de sus gobernantes y la idiocia de sus políticos. Una
España que se mece entre la cobardía de algunos y la zorrería de otros.
En tanto la inmersión catalana fructifica, la sumersión y ahogamiento
del castellano es todo un éxito. A pesar de palabras, de leyes y de
constituciones. El triunfo de la minoría sobre la mayoría es el síntoma
de una enfermedad maligna: la dictadura del terror. Los catalanistas lo
saben y su jacobinismo es ilimitado. Eso sí, Robespierre murió tomando
una taza de su propia medicina.
Un saludo.
Esto se arregla llenando de euros organizaciones pro-español en Cataluña, tal como hizo Pujol con su conseller Max Cahner hace más de treinta años y a través de la Omnium Cultural llenando los bolsillos de traidores valencianos...
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