Psoe
y Pp. Pp y Psoe. En su lucha por el poder, que no por el gobierno, no
hay cuartel. Ni hoy ni nunca. Una de las armas arrojadizas que emplean
con más frecuencia y menos originalidad es la de acusar al adversario de
iniciar y alentar campañas para destruir la credibilidad de las
organizaciones y cargarse el prestigio de los líderes. Todo vale con tal
de ganar unas elecciones que, en definitiva, son la llave que abre la
puerta blindada al poder quasi absoluto.
Felipe
González tuvo que soportar la ola de informaciones sobre los GAL y los
fondos reservados. Aznar se ciñó el cinturón hasta el último agujero a
fin de contener la respiración con el Prestige y el atentado de Atocha.
Zapatero sintió en la progresiva escualidez de su sonrisa las desgracias
de la política económica que él defendió. Y Rajoy. Don Mariano se
enfrenta ahora a la acusación interna de los sobresueldos emanados de la
tesorería de su propio partido. A partir de los hechos, las campañas.
Bueno, y qué. Son los gajes de un oficio que proporciona altísimos
beneficios. Ninguno de los cuatro presidentes supo salir del atolladero
al que condujeron sus errores cuando no sus malévolas intenciones. Sólo
Aznar padeció las consecuencias de su buen hacer gubernamental. Contra
él si hubo campaña y bien orquestada.
El
partido de la oposición hurga en la herida con el fin de captar votos
entre los hinchas menos furibundos. A esta tarea dedican todos sus
recursos de financiación. Es lógico. Hay mucho en juego. En este
sentido, el papel/papelón de los medios de comunicación resulta decisivo
a la hora de bascular la intención de los electores hacia una facción o
la otra. El objetivo no se reduce a detectar la llaga. Se trata de
ampliarla y de frotar contra ella gérmenes patógenos con la idea de
prolongar el macabro espectáculo. Nada que objetar. Lo del juego limpio y
el lema de que lo importante es participar, está muy bien pero en los
negocios, el que no ambiciona, tiene los días contados.
El
quid de la cuestión es la acción o la omisión equivocadas. Todas las
campañas contra Felipe se hubieran ido al traste si los investigadores
de El Mundo no hubiesen puesto de manifiesto que estaba pringado hasta
las equis. En el caso Bárcenas, es fácil explicarse los motivos del
miedo a este sujeto. Los tiene a todos trincados por los cogollos. A
casi todos. Si no, de qué no hubieran presentado tropecientas querellas
contra los difamadores. Las injurias y las calumnias tienen su tope
cuando colisionan frontalmente con la exceptio veritatis que se puede
documentar y probar. En ese momento, los intrépidos defensores de su
honor manchado comienzan a titubear y trasladan sus cuitas desde los
tribunales de justicia a las auditorías de cuentas internas. Confesos.
He ahí la excusa que reafirma la acusación.
A
falta de otras majaderías verbales, la reiterada campaña conspiranoide.
Ninguna tendría éxito si, por medio, no se ofreciese alimento gratis a
los descubridores de trapos sucios. Rajoy no ha dado la cara como le es
exigible. A Cospedal se la pueden partir. ¿Y Sáenz de Santamaría? ¿Por
qué dice la vicepresidenta que a ella la registren? ¿No será que nada
tiene que temer? ¿Es creíble, que, en base a esta teoría que sustento,
le resbalen las campañitas y los chirigoteros? Da que pensar. Ni
siquiera necesita exponerse a la pantomima de firmar declaraciones
juradas ante la tesorera actual del partido.
Si
la prima de riesgo nos tenía asfixiados, estas noticias pueden suponer
la pérdida absoluta de aire. Servidor se postula sobre la dimisión de
Rajoy. Si no teme que le registren, adelante. Mientras no convenza a los
españoles sobre su inocencia, debiera largarse con viento gélido. La
única campaña posible es la del campo llano sin montes ni aspereza. Los
esfuerzos varios encaminados a retratar su limpieza son tan fútiles como
los intentos de Griñán para justificar la asquerosidad de los EREs. El
prestigio se lo labra uno mismo. El desprestigio infame siempre parte
del hilillo suelto de una corbata, de una camisa o de una chaqueta.
Basta una rápida acción de corte y confección.
Un saludo.
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