Afirmaba
Fuller, mucho antes que Schopenhauer, que un hombre no debe airarse ni
por lo que puede remediar ni por lo que no puede remediar. La filosofía
es la ciencia de la sabiduría que jamás se alcanzará. A no ser, claro,
que nos dejemos mecer en la cuna del determinismo. Ocurre a los
iracundos como a los borrachos: que cuando se someten a la adormidera de
la inconsciencia, la verdad aflora con más descaro. Sin embargo, en
estos momentos de pérdida pasajera del raciocinio, la cordura es pasada a
cuchillo por la irrefrenable ofensiva de esa ira convertida en injuria
desatada. La ira nos lanza a la temeridad y al arrojo pero acaba
sumiéndonos en el odio.
Mis
recientes artículos sobre el caso Bárcenas y sus demoledoras
consecuencias me obligan a meditar sobre su alcance. Ejerzo la crítica
desde la penumbra de mis luces. No me dejo llevar por la cólera y
procuro hacer de la reflexión mi palanca de mover mi mundo. He pedido la
dimisión de Rajoy e incluso la convocatoria de elecciones generales si
el presidente no da explicaciones convincentes sobre los ingresos y los
pagos publicados por el periódico El País. Desde mi punto de vista,
todas sus declaraciones resultan, además de insuficientes,
comprometedoras para la democracia. El dolor que me produce verter estos
comentarios se mitiga con la creencia de que es mi deber contribuir a
la ejemplarización de la vida pública.
Durante
los años de gobierno de Zapatero, he dado la cara, para que me la
rompieran, a favor del Partido Popular. Si mis diatribas, algunas de
dureza contrastada, contra el Partido Socialista han servido para
espolear la actitud resignada de tantos conciudadanos, mala persona
sería yo si ante la contemplación de las corruptelas de los
sobresueldos, diera la callada por respuesta. Abomino de los dirigentes
del Psoe que han convertido las instituciones en un albañal. Del mismo
calibre es mi repulsa hacia la cúpula del PP que ha debido y podido
limpiar la casa de la decencia y, sin embargo, ha preferido esconder la
basura de unos cuantos bajo las alfombras y en los rincones.
La
función última de la crítica es que satisfaga la función natural de
desdeñar, lo que conviene a la buena higiene del espíritu. El maestro
Pessoa nos enseñó que, para la buena higiene del espíritu, la crítica
ha de satisfacer la función de desdeñar, esto es, tener a menos
juzgándolo por indecoroso, mostrar indiferencia y despego denotando
menosprecio.
La
crítica airada pierde su valor de juicio ponderado y se alinea en las
filas de la maldad. Con todo, el despecho o la decepción son
malquerencias que el ánimo engendra cuando uno advierte el desengaño
sufrido en la consecución de sus deseos. Es posible, muy posible, que
esta crítica hacia el partido del Gobierno, proyectable hacia cualquier
institución, esté alimentada de mi disgusto, de mi sentimiento
vehemente, por la actitud de aquellos a quienes confié la fuerza de mi
voto. La presente no sería, pues, la crítica de la ira pero sí de la
desesperación por el precipicio que nos aguarda.
Porque
¿en adelante, qué? ¿Qué nos espera a los que confiamos en la
democracia? Me reitero. Por el bien de los valores cívicos, los golfos,
del signo que sean, deben ser extrañados de la vida política. Y esta
expresión, ésta sí, está preñada de enojo, de desagrado, de exasperación
y de rabia.
Un saludo.
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