Los
jueces trinan. Y no como ruiseñores precisamente. Están hartos desde
las puñetas hasta las togas. La judicialización de la política ha
conducido a la politización de la justicia. La primera parte de la
proposición indica vitalidad porque las corrupciones de la casta
gobernante han alcanzado tal bajeza, que o se regenera la vida
democrática o la dictadura se nos abalanza como hiena ávida de carne
moribunda. La politización de la justicia es la consecuencia imparable
de la no separación de poderes. El Ejecutivo ha utilizado al Legislativo
para inyectar en el Judicial las ambiciones de la oligarquía más
desnuda.
Hoy,
veinte de febrero, que no veintitrés pero cuidadín, los jueces reeditan
la huelga de dos mil nueve. Los juzgados viven los efectos de la crisis
social y económica con más pasión que otros organismos públicos. La
justicia es un barco sin timón en el que los marineros fuman en el
interior de la santabárbara. Tan confiados como imprudentes. Si alguien
no impone disciplina, el navío va a saltar en mil pedazos. Disciplina,
que no tormento, penitencia o suplicio. Instrucción, que no azote.
Disciplina es organización, método y motivación. Disciplina es
utilización adecuada de recursos. Disciplina es sabiduría para acometer
las funciones. A estas alturas de la película de miedo que España está
protagonizando, la columna vertebral de un país se resquebraja como
torre de Babel porque las lenguas dispersan en vez de unir.
Gallardón
ha terminado de fundir los plomos. El exalcalde se ha creído que puede
hacer en su ministerio lo que hizo en Madrid. Funesta la política de don
Alberto. Nunca amó a Montesquieu. Mal síntoma para un demócrata. La
independencia de los jueces es la conditio sine qua non de un Estado de
Derecho. Lo demás, gaitas.
La
huelga es un testimonio cívico de un derecho constitucional. Siempre
que se ejerza como instrumento de interés público. Si no, mejor en
casita.
Un saludo.
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