Suelo
tomar café a media mañana en una cafetería céntrica. Veinte minutos de
mi tiempo. A través de la cristalera, veía ayer a un señor en la terraza
exterior leyendo un periódico. Me recordó a Leguina. Joaquín Leguina.
Le encontré un parecido formidable. No era. Sin duda.
En
mi reflexión siguiente, que me viene cuando mi esposa no me acompaña en
la parada laboral, me sorprendí repitiéndome los versos de León Felipe:
"sistema, poeta, sistema, empieza por contar las piedras. Luego,
contarás las estrellas". El pensamiento, comprendí después, no fue fruto
del azar. Había visto pasar de pronto la figura envejecida, no tanto
como la mía, de un exconsejero de la Junta. Alguien a quien tuve en
estima profesional y al que, después, critiqué su labor política por más
que su talante cortés invita a apretarle la mano cuando de saludar se
trata. Pura fachada. También se vive de ello. Y muy bien.
Me
he enterado que Saldaña, Isaías, ha dejado su altísimo cargo de un
organismo autonómico de tanta importancia que no tengo idea de cuál
puede ser su función. El hombre, que fuera maestro, dejó la enseñanza
para trepar por la liana del partido psoecialista y, al tiempo, ay los
años, se deja caer consciente del fuego fatuo que uno es cuando la
experiencia no sirve para nada. O lo tiran, que vaya usted a saber.
Treinta años en el sillón de mando son media vida. Y después de tanto
tiempo, qué, qué ha hecho Isaías para desmerecer su actividad docente y
justificar sus ramalazos de gobernante inane.
Porca
miseria. Al final no somos sino lo que hemos hecho y los demás nos
reconocen. Nuestra familia, nuestros amigos, nuestros alumnos, nuestros
clientes. De los enemigos nada se espera porque el odio se prolonga
allende los cargos. Resta el patrimonio material. La riqueza moral se
perdió en el momento que aceptamos la primera dádiva o enmudecimos ante
la primera irregularidad o nos hicimos cómplices de una putada, con
perdón, que pudimos evitar.
Nuestras
luces se apagan. Y no porque las lámparas estén fundidas. Simplemente
porque la corriente que las anima se cortó en el instante postrero de
nuestra despedida del amor propio y de la dignidad. Demasiado tarde para
recobrar el espíritu al que renunciamos por mor de unas glorias tan
efímeras como otorgadas. No hay manera de restablecer el circuito. Se
muere en la infamia moral por más que los apolegetas de los obituarios
acuñen frases estériles para la posteridad de los infiernos.
Luces apagadas que, alguna vez, brillaron con energía ajena. Si no robada, sí puenteada.
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