Ni
mucho menos Goethe. Wert se luce al estilo Gallardón. Se pasea, pavón
diurno, entre las izquierdas y, sin embargo, cena con las derechas.
Pertenece al club de los que, no bautizados, penan su falta sacramental
en las estancias difusas del limbo. Limbo ideológico porque lo que es
político, se alinea en las filas de los que ponen velas a dios y al
demonio.
El
ministro Wert ama en silencio ensordecedor a la “gauche” más burguesa
de España. El País le pone. No se siente correspondido. Prefiere la
seguridad de Felipe y Alfredo, por más que viejos, antes que la
ensoñación de un jovenzuelo cercano a movimientos más moderados. El
desencanto no le llevará al suicidio pero sí a la contrición. El País no
le ama pero él dará a El País cuanto sea preciso para sellar su amor
imposible. El País es su Charlotte inexpugnable por más que el beso
fatídico de la prensa casada propicie la muerte del protagonista.
Corazón atribulado, desigual e inconstante, no es capaz de refugiarse en
los puertos sentimentales de la vida apacible de la lealtad política.
No es capaz. La tentación del poder se impone a los cariños confesados a
medias.
La
derecha le compra piso en zona noble. Se siente vacío en medio de la
muchedumbre. No encuentra la verdadera amistad ni se refresca en el aire
enrarecido de sus nuevos vecinos. Él sí sabe lo que quiere y, como los
niños, se pone a dar tumbos por la tierra política de los platos de
segunda mesa. Añora a Charlotte. La recuerda en cada momento. Aunque ha
cambiado su libertad por unas lentejas ministeriales y ha trocado su
intelectualidad divina por un terrenal pragmatismo, Wert/Werther echa de
menos su cabellera marchita y se la toma a su familia de adopción. Cómo
si no ha de entenderse, entre otras majaderías, que su ministerio
subvencione con doce mil euros al actor Willy Toledo. Tesis de amores
prohibidos como el de Goethe con su mecenas, la duquesa Amalia.
La
contradicción de Wert se manifiesta en el testamento escrito de Goethe.
Al tiempo no se puede afirmar que la fidelidad es el esfuerzo de un
alma noble para igualarse a otra más grande que ella y defender que las
grandes pasiones son enfermedades incurables y lo que podría curarlas,
las haría verdaderamente peligrosas.
La tragedia de Wert se resume en las declaraciones de una frustración continuada. Y ni es Werther ni es Goethe. Peligro máximo.
Un saludo.
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