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martes, 8 de enero de 2013

MIKI EL AGRESOR

Me lo han contado. Me limito a cambiar los nombres pero los hechos son ciertos hasta la náusea. Un señor que se hacía pasar por médico. Alguien descubrió que todo era una patraña. El colegio oficial le abrió un expediente y alguien apuntó la posibilidad de denunciarle por intrusismo. La cosa se paró porque uno de sus hermanos supo mover los hilos de la piedad para que el delincuente no diera cuentas a la justicia. Se comprometió, eso sí, a que en adelante el falso médico abandonara cualquier actividad relacionada con la profesión de la que ilícitamente se había pavoneado durante más de veinte años.
Que cómo es posible que nadie supiera del trance, me preguntarán. Ni los padres ni los hermanos tenían la menor idea de la suplantación. A día de hoy, los primeros ignoran la perversión. Los hermanos reprobaron su actitud y le conminaron a pedir perdón. Los hermanos, menos uno, que se sumó a la trama de mentiras y prefirió alojarse en el embuste antes que admitir la indecencia en casa propia. Miki, el maltratador, y Chuki, el muñeco diabólico, siguieron protagonizando una historia de falsedad y de ocultaciones. Movidos por no sé qué extraño vínculo, se aliaron en el impúdico cometido. Ni a uno ni a otro importó las consecuencias negativas de los pacientes afectados por el autor del delito.
La verdad saja la carne y abre heridas difíciles de cerrar. Los bretones y los bocas que en el mundo son prefieren matar antes que reconocer. Miki agredió al hermano que procuró mantenerle lejos de los avatares de la justicia. Lo hizo en público y ante testigos. Por qué. Por la sencilla razón de negarse a secundar la continuación de su carrera de tropelías. Porque se opuso a justificar cualquier razón del intrusismo. Porque el ejercicio de la medicina pasa por el título. Si se carece de éste, hay que atenerse a las consecuencias. Porque ningún familiar puede cooperar en el crimen so pretexto de la llamada de la sangre. La sangre es la rectitud y el honor. La sangre es un río de virtudes y no una cloaca de desechos.
Miki agredió a su hermano. Pudo cortarle el cuello en el sillón de una cafetería. Estuvo a punto de consumar un asesinato. Los testigos preguntaban a la víctima la causa de que no interpusiera denuncia. Los padres, argüía, los padres. El tronco evita la rotura definitiva de una rama. Sin embargo, los hechos son y están.
La actuación del autor material de la miseria es la relatada. La complicidad del hermano cómplice, la que se narra. La moral del primero es tan endeble como la del segundo. Al cabo, uno y otro cuentan por doquier que el médico dispone de título que, por orgullo, no quiere mostrar. Al final, ambos participan de una felonía social que consiste en aparentar. Aparentar ser médico. Los salones de la burguesía se llenaron siempre de gente sin escrúpulos. Antes muertos que auténticos.
La agresión se consumó. El hermano atacado se inserta, de alguna manera, en la dinámica de la omisión perversa. Es posible, digo, pero en cuanto que el mal se ataja, el médico deja de hacer daño. De volver a las andadas, los jueces dirán la última palabra. Ojalá que sus padres nunca contemplaran la escena.
Al final, la moraleja: haz el bien mil veces y si en una ocasión te inhibes, será maldito por los restos. En cambio, si el crimen es tu medio, basta con que pidas perdón con la boca chica, para que la bendición cubra las frentes de los suplicantes. Es la ley natural. Cosa de casas.
Un saludo.

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