Me
lo han contado. Me limito a cambiar los nombres pero los hechos son
ciertos hasta la náusea. Un señor que se hacía pasar por médico. Alguien
descubrió que todo era una patraña. El colegio oficial le abrió un
expediente y alguien apuntó la posibilidad de denunciarle por
intrusismo. La cosa se paró porque uno de sus hermanos supo mover los
hilos de la piedad para que el delincuente no diera cuentas a la
justicia. Se comprometió, eso sí, a que en adelante el falso médico
abandonara cualquier actividad relacionada con la profesión de la que
ilícitamente se había pavoneado durante más de veinte años.
Que
cómo es posible que nadie supiera del trance, me preguntarán. Ni los
padres ni los hermanos tenían la menor idea de la suplantación. A día de
hoy, los primeros ignoran la perversión. Los hermanos reprobaron su
actitud y le conminaron a pedir perdón. Los hermanos, menos uno, que se
sumó a la trama de mentiras y prefirió alojarse en el embuste antes que
admitir la indecencia en casa propia. Miki, el maltratador, y Chuki, el
muñeco diabólico, siguieron protagonizando una historia de falsedad y de
ocultaciones. Movidos por no sé qué extraño vínculo, se aliaron en el
impúdico cometido. Ni a uno ni a otro importó las consecuencias
negativas de los pacientes afectados por el autor del delito.
La
verdad saja la carne y abre heridas difíciles de cerrar. Los bretones y
los bocas que en el mundo son prefieren matar antes que reconocer. Miki
agredió al hermano que procuró mantenerle lejos de los avatares de la
justicia. Lo hizo en público y ante testigos. Por qué. Por la sencilla
razón de negarse a secundar la continuación de su carrera de tropelías.
Porque se opuso a justificar cualquier razón del intrusismo. Porque el
ejercicio de la medicina pasa por el título. Si se carece de éste, hay
que atenerse a las consecuencias. Porque ningún familiar puede cooperar
en el crimen so pretexto de la llamada de la sangre. La sangre es la
rectitud y el honor. La sangre es un río de virtudes y no una cloaca de
desechos.
Miki
agredió a su hermano. Pudo cortarle el cuello en el sillón de una
cafetería. Estuvo a punto de consumar un asesinato. Los testigos
preguntaban a la víctima la causa de que no interpusiera denuncia. Los
padres, argüía, los padres. El tronco evita la rotura definitiva de una
rama. Sin embargo, los hechos son y están.
La
actuación del autor material de la miseria es la relatada. La
complicidad del hermano cómplice, la que se narra. La moral del primero
es tan endeble como la del segundo. Al cabo, uno y otro cuentan por
doquier que el médico dispone de título que, por orgullo, no quiere
mostrar. Al final, ambos participan de una felonía social que consiste
en aparentar. Aparentar ser médico. Los salones de la burguesía se
llenaron siempre de gente sin escrúpulos. Antes muertos que auténticos.
La
agresión se consumó. El hermano atacado se inserta, de alguna manera,
en la dinámica de la omisión perversa. Es posible, digo, pero en cuanto
que el mal se ataja, el médico deja de hacer daño. De volver a las
andadas, los jueces dirán la última palabra. Ojalá que sus padres nunca
contemplaran la escena.
Al
final, la moraleja: haz el bien mil veces y si en una ocasión te
inhibes, será maldito por los restos. En cambio, si el crimen es tu
medio, basta con que pidas perdón con la boca chica, para que la
bendición cubra las frentes de los suplicantes. Es la ley natural. Cosa
de casas.
Un saludo.
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